viernes, agosto 01, 2008

Convoco a las cosas con palabras ajenas -como las del poeta. Porque no alcanzo a ver las horas y su tránsito implacable sobre esta máscara hecha de neblina. Porque mi voz se despeña hasta la sórdida mudez del espanto. Viajo, mil veces viajo desde la sangre abultada de esta tinta al continente blanco donde se fragua la batalla. Porque hay noches en las que me posee un eléctrico estallido y soy relámpago. Ardo y me desprendo.

A veces las palabras consuman el deseo.
El deseo cruje hasta romperse. Estallo en una hoja –y soy el bosque.

Las palabras son intenciones. Un hallazgo en medio del poema. Rondo la búsqueda. Balbuceo. Nazco del silencio próxima al vacío. No me detengo: Atravieso las palabras. Centrifuga. Incandescente. Despiadada. Ay! (A este grito la va expulsando el silencio). Tú, mí, llegamos tarde. (No me obligues a volver del laberinto).

Sobre mi nombre habita una ciudad desconocida. Un secreto atesorado debajo de la lengua.

Antes de ti, somos esta pequeña muerte. Nadie nos ha escrito, y nos leen.

De naturaleza.

FUGITIVO

Un pájaro de fuego y su canto sordo. El vuelo extendido en el montón
de nubes que preceden al canto líquido del cielo. Vocación de muerte
que escampa su propio cautivero, la injuria de ser sisma y mal agüero
sobre el amplio bastidor que suficiente cubre la distancia del ojo, lo
finito de la mirada que alcanza el punto ciego, la señal indescifrable
de una presencia perpetua e innombrable. Llorón sádico que muere
repitiendo su clamor domesticado por otras tonadas naturales, por el
placer de arder y morir ahogado en su propia furia.

La primera traición se urdió en ese campo de batalla.

Condenado a escindir lo que antes hubo de ser uno, el trueno nos
recuerda lo que somos.

De túneles.

I.
Juego a descubrir los mecanismos subterráneos de las palabras. El mapa invisible que conduce al tesoro de una revelación. La puerta doble. El pasadizo secreto.


II.
Me escondo en las palabras mientras la sombra sea también ocasión para el regreso, mientras esconderme sea un acto de supervivencia. No de traición.

De lamentaciones.

A Rosa María Espinoza, mi queridísima.


I.
No soy Rut. Soy extranjera de mí.

Cuánta mudez habita este rostro indigente.

El paraíso se ha perdido a la mitad del sueño.

He aquí la siniestra pulcritud del cobarde.

Canto. Agonizo en la memoria. Maldigo.

Un vals que nunca bailé rechina en mi falda.

El vuelo naftalina tala la redondez de mis pasos.

He olvidado mi nombre por lamer mis heridas.

Mi sexo rancio anuncia oquedades prematuras.

Salitre en las venas. Un enjambre de moscas mi cabeza.

No soy Rut. Soy pagana de ti.



Este es el canto de las lamentaciones:

Canto. Esparzo mi lamento. Aúllo.

De minificciones.

CIBERNIA

Alguien lee frente a la pantalla del ordenador. Se sabe observado.
Oprime un botón. Demasiado tarde. Una sombra lo persigue.



INSTINTO

Premonición. Un despertar violento. Silencio. La oscuridad del sueño
depositada, entera, en la vigilia. Los pasos, cada vez más cerca. De
nuevo la cabeza a la almohada. Instinto. El ejercicio apremiante de
otorgarle un ritmo suave al tropel de caballos de mi respiración.
Inmóvil, lo miro de reojo. Una sombra se mueve en la habitación. Sé lo
que busca. No hay demora en la oportunidad. El brillo de una hoja
platinada enciende de nuevo el motor de mis pulmones. Ignición. Dos
pasos y la sombra empuña la navaja. Cierro los ojos. El abandono
también es seducción. Instinto. El hombre se detiene. Voltea hacia la
puerta. Un hombre idéntico a él, lo mira. Lo último que recuerdo es el
sonido de la navaja estallando sobre la cerámica del piso. Ahora,
cuando camino por la habitación, procuro no molestar. Un hombre
desarmado sólo es una sombra de lo que fue.

Siempre lo supe: el miedo ata.

De homenajes.

II.
Ya no soy ésta, la otra que fui. No la mujer que de amor se abrió. Busco en la hendidura: un hilo de sangre me recuerda al hijo no nacido. Menos la madre, soy. Esta mañana ví a la otra en una fotografía. Esa, la que se ofreció a sí misma en un arrebato generoso. La que huye despavorida cuando se reconoce. Digo soy y escribo para afirmarlo. Una palabra me persigue. Luego un canto. Y se multiplica el abismo. Caigo de mí hacia mí. Toda la noche viajo. Fuera de mí soy la desmesura. Digo amo y sé el camino de regreso. Hube de ser la que amó. Y sin embargo, sombra de mí seré. Extranjera. Judía errante. Fugitiva. Fue la otra quien dijo entra. Y salió. Esta que soy ahora expulsa palabras como demonios. La desposeída enmedio del laberinto. Loca de mí, ¡loca de mí! La voz de la otra es profunda. Esa mujer quiere salir del bosque. Hablo del dolor. Esa que fui, duele. Dentro de sí está abierta. Ya no soy esa, la otra que soy. No la mujer que de dolor se abrió.


III.
Sólo es una mujer sola. Gira sobre sus pies; sobre la tierra gira. La noche cae sobre esa mujer en llamas. La otra la empuja sobre sí misma y dice mañana, pasado, siempre. Miente la rosada lengua sobre el espejo: el beso de la desposeída. Esas manos no son del otro que se aposenta en la cabeza como música sorda, como enjambre de moscas. Esa mujer es un árbol partido por un rayo. Desde el fondo se resuelve la tristeza en un canto terrible que se fragua de la entraña a la garganta. Un pájaro de fuego sale de su boca. Algo se pierde, siempre. Me muero, nos morimos. Todo arde y se consume: esta ciudad hinchada de
deseo; esta ciudad de vinagre rancio y perros muertos. No hay lugar para la sombra. Sólo un cuerpo celeste, fulgor inútil para unos ojos devorados por el miedo. No los ojos que nacen con el alba. Los envenenados ojos de la otra que soy cuando me miro. Cada vez que muero brota un árbol a mitad de la calle. Bajo una piedra, la otra -mi enemiga-. Siempre una batalla. Un ejército de palabras. Una hoja en blanco.


IV.
Apenas el lápiz sobre el papel y ya se dibuja, furibunda, la sombra. Entra en ti. Sale de sí. Construye un laberinto de palabras para su destierro. Llega a su cuerpo para huir de sí misma. Se abre y lleva al otro hacia adentro. Lo engulle. El amor es violento. Algo se muere cada vez que amamos. Sólo el silencio: de tanto tragarse las palabras le ha crecido un árbol de poemas en el vientre. En el exilio, busca palabras para pronunciarse: trueno, lechuza, patria, melancolía. Su voz es tu voz aconteciendo. Tu voz: llama. Los otros hablan un lenguaje que no entiendo. Sus palabras, dagas. Mira: esta astilla es una vocal larga, amordazada. Tengo miedo. La otra mujer nos mira desde el cuenco de sus ojos vacíos. Esa mujer está muerta. Pero no lo sabe.
Es la otra quien se tiende en la hierba húmeda a contar las estrellas. Esa niña: la dulce dulzura. Yo soy la otra, la princesa que camina hacia atrás. La de la boca cosida. La muda. La atormentada que recuerda hacia adelante. Es mejor no estar decía madre. Y madre se fue al país de las moscas.

Esta noche Dios juega a lanzar piedras desde el cielo.


V.
Es la noche y sola. Ella es la tristeza inabarcable. Ha vuelto de sí tejida con hilos de silencio (desde el fondo de mí, la otra se niega a hablar). El silencio es la palabra más violenta, un tirano que chilla taladrando las entrañas. Esa sola no tiene boca. Entra hasta el fondo de sí buscando el canto de una roca que alguna vez fue espuma. Ruinas de futuro desgarran sus ojos: la ceguera del vidente. Cuando no está permanece inalterable hacia el fuego. Mira desde otros ojos la ciudad que se traga el mar al tocar su costa. Dos mil monstruos dos mil lenguas dos mil mares se yerguen en la tormenta negra del destierro. Una criatura perversa domina el silencio de las aguas: hace de sí lo que esconde. Me ha dado una sortija y una espada. Es difícil salir. Escarbo: todo cuanto pisa se ha secado. La otra tapia con su mudez el revés del aire. Tu nombre es una trampa. Mástil invisible que atraviesa mi costado. Sombra que huye de su sombra. Noche que devora la noche.


VI.
Todo lo que escribo me señala desde el futuro. Mi lengua es una espada de fuego. El amor es voraz. Quiere saberlo todo. No. Digo no. Las palabras tienen su propio tiempo. Es preciso abrir los ojos para llegar al centro del poema. Aún así, de nada sirve. No hay lenguaje común. Sólo destellos, fulgores que adivinan fulgores. Cartografía de horas antigüas. Manual para solitarios. Cloro y naftalina. Sueños rancios. Insomnio. Miedo agazapado en las esquinas. Clamor ahogado en la boca del desierto. Llanto sordo. Puños que aprietan sábanas en la hora de la ausencia. Escúchame. Mi voz es un silencio salvaje. Sombra de árbol seco. Plaza abandonada. El mío es un canto roto cayendo hacia el abismo. Escúchame. Mi canto yace detrás del trajín de sonidos
heredados. Soy una costra rasgada por el tedio. Grieta que parte la tierra con su ira. Escúchame. No preguntes qué dicen mis palabras. Ha vuelto de mí lo que queda de mí.

Suficiente para pronunciar mi nombre y ser la que no he sido.


VII.
Nunca es fácil salir de sí misma. La otra -esa perseguidora-, se vuelve absoluta cual noche. Un reflejo lunar resbala por sus muslos. Horadando la piel, pequeñas estrías luminosas. Ramas secas. Relámpagos que se quiebran como espejo en la blancura y vastedad de la carne. La mujer que soy expía su voluptuosidad en un templo escondido entre las piernas. Sus pezones se yerguen como centinelas en campo de batalla. Su cuerpo es una pesadilla que no recuerdo. He aquí el escondite de la otra. Despierto en un grito. Las voces de mi cabeza anuncian palabras que no llegan. Algo -alguien- que necesito, corta con su espada los demonios del sueño. El sol se pone sobre la mala hora. No hay huída grácil. Volver siempre es un pretexto para irse. La mudez reina en el mar de cuchillos donde flotan unos ojos abiertos por el miedo. El tránsito de los desposeídos es el silencio. Sin decir palabra, desfilan unos junto a otros. Se presienten. Se reconocen. Se saben. De pie, enmedio de la habitación, una mujer con voz de trueno resiste. La tiranía del otro fractura su voluntad. Todavía sucede el amor.

Los poemas no lo dicen todo, pero se acercan.


VIII.
He de encontrar el canto tras el sonido hueco de las calles. He de buscarlo en el bosque todo, en el oleaje del tiempo enrarecido. Voz anterior al misterio de la pronunciación. He de esperar a que el ojo se abra al fuego. He de esperar el día en esta casa sin techo. Miro adentro de mi sombra. Siempre ella. La otra que de mí se apiada. -Esa mujer no tiene orilla. He de esperar a que el ojo envejezca. He de esperar el tiempo en que las raíces broten de la mirada clausurada. Cielo arriba, la espesura de un recuerdo estéril. Caes de mi lengua hacia el deseo. Tu nombre es voz que estalla entre los dientes. Se han perdido las palabras. Ella es la tormenta. Llanto que sala la tierra. Grito que anuncia el naufragio. Para encontrar el canto, ella te nombra en un poema. Lejos de la historia, un hombre y una mujer se reconocen. Con feroz precisión, sus manos conversan sobre la fatiga del viaje. Hay cierta ingenuidad en las caricias. Como si el primer sueño. Como si poder elegir fuera posible. He de encontrar el canto tras el sonido hueco de las calles. He de nombrarte: piedra, onda, pájaro, vuelo. Silencio anterior al silencio.

De lluvia.

I.
Llueve. Mis yemas ensayan la caligrafía del amor. Esta es la ventana
de mi memoria. Mi mano abierta definiendo el espacio. Mi frente
instalada sobre el frío de la superficie sólida. Líquida, en realidad.
Luego mis labios. El calor de mi cuerpo extendiéndose en una delgada
película. La materialización del deseo.


II.
Llueve. Mi lengua recorre tu nombre. Juego al cíclope como aquella
tarde en que aprendí a besar dándole la bienvenida a la lengua de
Claudia mientras mi mano, ansiosa, arrugaba la falda a cuadros de mi
uniforme del colegio. -Listo. Ya puedes besar a un chico, anunció
justo antes de que la Madre Lety entrara a buscarnos para unirnos al
ensayo de la pastorela en donde hacía de Vírgen María.


III.
Llueve. Ahora tu nombre está tatuado en mi lengua. La mano libre
descansa sobre el muslo. Reconoce el territorio. Tiembla y embiste.
Otra película, más densa, cubre una promesa de platino con diamantes
que me regalaste hace quince años. Esta vez mi nombre es el que
resbala por los dedos hasta que la lengua purifica lo nombrado. El
olfato desata los demonios de la memoria.


IV.
Llueve. No hay más música que el sonido de la sangre agolpándose en
las venas. La gota que estalla sobre el piso. La cabalgata del aire
enrarecido llenando el tórax y los bronquios -gimnasia del corazón-.
El deslizamiento táctil del navegante sobre el mapa. La geografía de
tu rostro, el canto de tu mirada.


V.
Llueve. Mi vulva ensaya la sinfonía del amor. Esta es la ventana de mi
memoria. Este tu nombre: Oscar.

De ciudades.

VI.
Fumo. Esta ciudad está rota.

Hay una ciudad en una ciudad. Debajo, arriba, enmedio: dentro. Aquí, en la palma de mi mano. Hay un mundo. En tu mirada, en este grano de sal, en esta gota de lluvia. En la avidez de encarnar lo que nos constituye. ¿Dónde está Itaca? ¿A qué lugar si no a tus ojos?


VIII.
Un hombre camina. Llueve. La noche se instala en su mirada. Carga una ciudad a cuestas mientras de sus manos crecen flores marchitas. Sus pies, un abismo. Corre seducido por el aire frío que cala en las mejillas. Corre hasta desaparecer la ciudad. Y desaparece la noche. Un hombre. Todos los hombres: un fantasma. Escucho sus pasos dentro de mi cabeza.

Fumo. Pienso en la ciudad que espero.

De caricias.

I.

El paraíso de la flor: tus manos.


II.

Este encuentro: devoción.

De silencio.

I.

Sólo en el silencio la mirada del otro se revela.

Silencio que no ama. Silencio que no habla.

Silencio que no habita. Silencio que no define.

Silencio.


IX.

Romper el silencio: Parir tu nombre: Rezar.

De tigre.

I.

Es el tigre que de ti se levanta y anda a merodear la noche.

Mira de frente su deseo: esa mujer es un abrevadero.


IV.

Al tigre le duelen dos palabras.

Se violenta. Toda la noche ruge.

Como si al decirlas no jugara a rendirse: lo hiciera.


Hermoso como es, salta y ya mi cuello en su hocico.

Ataca. Domina. Posee. Cela.


Yo me dejo arder (como si en ello se me fuera la vida).

De alzheimerianos.

No cicatriz, herida.

Madre reina por un día. Madre sola: sola. De ti salí aquella tarde lluviosa de noviembre, de tu vientre abultado y virginal: no de tu
entraña, once veces abierta y dolorida. (La herida no ha cerrado desde entonces). Todos los llantos fuimos. Todas las guerras. El llanto primero tarde o temprano llorado. Mi lengua de fuego en el flanco ausente de tus ojos. No cicatriz, herida. (El llanto no ha cesado desde entonces).

Madre segunda princesa. Madre sola: sola. La culpa de todas las madres, tu mirada (el odio más oscuro se rumia por la ventana del fregadero). Y mis brazos no te alcanzan. Y tu abrazo no me cubre. Y tú no puedes con el mundo Elvia: no quieres. Elvia madre. Madre angustia. Elvia ausente de sí. Sentir marea. Pensar duele. Mejor huir en la risa, en el llanto, en el grito. O en la alfombra mágica de un pequeño pasaporte blanco o azul de diez miligramos y una receta falsa de un médico falso con remedios falsos -pero piadosos-. Madre reina del kitsch. Madre niña. Madre frágil. Amorosa madre. Madre sola: sola.

Parkinsoneanos IX

No cantará el grillo la quietud ligera del verano.


Nadie me contará la historia de la pequeña China

enterrada debajo de mis pasos cortos y curiosos.


Con quién contemplaré la lluvia y su hipnótico estallido

sobre las baldosas del porche de la casona vieja.


Qué tierra me llevará de vuelta a la sangre, a la carne

común, a la espiral del tiempo, al día inadvertido.


He visto descender tu cuerpo hacia la boca de Dios.

He visto el brillo de tu nombre en el mármol y el granito.


No cantaremos el arrullo de la higuera y su sombra.

No cantará el grillo la quietud ligera del verano.


(Soy esta hora amarga en que contemplo la muerte).

Parkinsoneanos I

Vaivén de músculos tu cuerpo

flecha de norte a sur

atravesada

nadie que conozca la belleza

podría decir que es repulsivo

el torpe desplazamiento de tus pasos

el involuntario movimiento

la rigidez extrema


Otra era la música

- y cantaba.

Declaración.

Declaro que este acecho inaugura tu rostro cada noche.

Que mi pecho se acongoja con el recuerdo brasa de tu pelo.

Que me detengo en tu mentón a contemplar el mundo.

Que mi piel toda te nombra y tiemblo y desfallezco.


Declaro que en tus ojos me habito: Cirio. Luciérnaga. Bengala.

Que eres mío y consiento amarte desde el corazón más anhelante.

Que estas palabras no alcanzan (sólo la hoja en blanco).

Que no sé cómo salvarme de aquello que deslumbra.


Declaro que tu cuerpo es un mapa tatuado en estas únicas manos.

Que eres lengua y carne, delgada sangre que dibuja el deseo.

Que eres himno que asciende como llanto de hombre.

Que en tu espalda se anticipan con asombro todas mis intenciones.


Declaro que renuncio irrevocablemente a la tiranía del silencio.

Que mi voluntad está sometida al alumbramiento del tiempo.

Que mi boca es calendario que aguarda la hora justa del beso.

Que tengo sed y tu nombre llueve entre mis piernas.


Declaro que estas palabras quieren ser el tacto de las cosas nombradas.

Declaro que me hice al mar y naufragué en el miedo.

Declaro que he de volver si hay otro día.