viernes, agosto 01, 2008

De homenajes.

II.
Ya no soy ésta, la otra que fui. No la mujer que de amor se abrió. Busco en la hendidura: un hilo de sangre me recuerda al hijo no nacido. Menos la madre, soy. Esta mañana ví a la otra en una fotografía. Esa, la que se ofreció a sí misma en un arrebato generoso. La que huye despavorida cuando se reconoce. Digo soy y escribo para afirmarlo. Una palabra me persigue. Luego un canto. Y se multiplica el abismo. Caigo de mí hacia mí. Toda la noche viajo. Fuera de mí soy la desmesura. Digo amo y sé el camino de regreso. Hube de ser la que amó. Y sin embargo, sombra de mí seré. Extranjera. Judía errante. Fugitiva. Fue la otra quien dijo entra. Y salió. Esta que soy ahora expulsa palabras como demonios. La desposeída enmedio del laberinto. Loca de mí, ¡loca de mí! La voz de la otra es profunda. Esa mujer quiere salir del bosque. Hablo del dolor. Esa que fui, duele. Dentro de sí está abierta. Ya no soy esa, la otra que soy. No la mujer que de dolor se abrió.


III.
Sólo es una mujer sola. Gira sobre sus pies; sobre la tierra gira. La noche cae sobre esa mujer en llamas. La otra la empuja sobre sí misma y dice mañana, pasado, siempre. Miente la rosada lengua sobre el espejo: el beso de la desposeída. Esas manos no son del otro que se aposenta en la cabeza como música sorda, como enjambre de moscas. Esa mujer es un árbol partido por un rayo. Desde el fondo se resuelve la tristeza en un canto terrible que se fragua de la entraña a la garganta. Un pájaro de fuego sale de su boca. Algo se pierde, siempre. Me muero, nos morimos. Todo arde y se consume: esta ciudad hinchada de
deseo; esta ciudad de vinagre rancio y perros muertos. No hay lugar para la sombra. Sólo un cuerpo celeste, fulgor inútil para unos ojos devorados por el miedo. No los ojos que nacen con el alba. Los envenenados ojos de la otra que soy cuando me miro. Cada vez que muero brota un árbol a mitad de la calle. Bajo una piedra, la otra -mi enemiga-. Siempre una batalla. Un ejército de palabras. Una hoja en blanco.


IV.
Apenas el lápiz sobre el papel y ya se dibuja, furibunda, la sombra. Entra en ti. Sale de sí. Construye un laberinto de palabras para su destierro. Llega a su cuerpo para huir de sí misma. Se abre y lleva al otro hacia adentro. Lo engulle. El amor es violento. Algo se muere cada vez que amamos. Sólo el silencio: de tanto tragarse las palabras le ha crecido un árbol de poemas en el vientre. En el exilio, busca palabras para pronunciarse: trueno, lechuza, patria, melancolía. Su voz es tu voz aconteciendo. Tu voz: llama. Los otros hablan un lenguaje que no entiendo. Sus palabras, dagas. Mira: esta astilla es una vocal larga, amordazada. Tengo miedo. La otra mujer nos mira desde el cuenco de sus ojos vacíos. Esa mujer está muerta. Pero no lo sabe.
Es la otra quien se tiende en la hierba húmeda a contar las estrellas. Esa niña: la dulce dulzura. Yo soy la otra, la princesa que camina hacia atrás. La de la boca cosida. La muda. La atormentada que recuerda hacia adelante. Es mejor no estar decía madre. Y madre se fue al país de las moscas.

Esta noche Dios juega a lanzar piedras desde el cielo.


V.
Es la noche y sola. Ella es la tristeza inabarcable. Ha vuelto de sí tejida con hilos de silencio (desde el fondo de mí, la otra se niega a hablar). El silencio es la palabra más violenta, un tirano que chilla taladrando las entrañas. Esa sola no tiene boca. Entra hasta el fondo de sí buscando el canto de una roca que alguna vez fue espuma. Ruinas de futuro desgarran sus ojos: la ceguera del vidente. Cuando no está permanece inalterable hacia el fuego. Mira desde otros ojos la ciudad que se traga el mar al tocar su costa. Dos mil monstruos dos mil lenguas dos mil mares se yerguen en la tormenta negra del destierro. Una criatura perversa domina el silencio de las aguas: hace de sí lo que esconde. Me ha dado una sortija y una espada. Es difícil salir. Escarbo: todo cuanto pisa se ha secado. La otra tapia con su mudez el revés del aire. Tu nombre es una trampa. Mástil invisible que atraviesa mi costado. Sombra que huye de su sombra. Noche que devora la noche.


VI.
Todo lo que escribo me señala desde el futuro. Mi lengua es una espada de fuego. El amor es voraz. Quiere saberlo todo. No. Digo no. Las palabras tienen su propio tiempo. Es preciso abrir los ojos para llegar al centro del poema. Aún así, de nada sirve. No hay lenguaje común. Sólo destellos, fulgores que adivinan fulgores. Cartografía de horas antigüas. Manual para solitarios. Cloro y naftalina. Sueños rancios. Insomnio. Miedo agazapado en las esquinas. Clamor ahogado en la boca del desierto. Llanto sordo. Puños que aprietan sábanas en la hora de la ausencia. Escúchame. Mi voz es un silencio salvaje. Sombra de árbol seco. Plaza abandonada. El mío es un canto roto cayendo hacia el abismo. Escúchame. Mi canto yace detrás del trajín de sonidos
heredados. Soy una costra rasgada por el tedio. Grieta que parte la tierra con su ira. Escúchame. No preguntes qué dicen mis palabras. Ha vuelto de mí lo que queda de mí.

Suficiente para pronunciar mi nombre y ser la que no he sido.


VII.
Nunca es fácil salir de sí misma. La otra -esa perseguidora-, se vuelve absoluta cual noche. Un reflejo lunar resbala por sus muslos. Horadando la piel, pequeñas estrías luminosas. Ramas secas. Relámpagos que se quiebran como espejo en la blancura y vastedad de la carne. La mujer que soy expía su voluptuosidad en un templo escondido entre las piernas. Sus pezones se yerguen como centinelas en campo de batalla. Su cuerpo es una pesadilla que no recuerdo. He aquí el escondite de la otra. Despierto en un grito. Las voces de mi cabeza anuncian palabras que no llegan. Algo -alguien- que necesito, corta con su espada los demonios del sueño. El sol se pone sobre la mala hora. No hay huída grácil. Volver siempre es un pretexto para irse. La mudez reina en el mar de cuchillos donde flotan unos ojos abiertos por el miedo. El tránsito de los desposeídos es el silencio. Sin decir palabra, desfilan unos junto a otros. Se presienten. Se reconocen. Se saben. De pie, enmedio de la habitación, una mujer con voz de trueno resiste. La tiranía del otro fractura su voluntad. Todavía sucede el amor.

Los poemas no lo dicen todo, pero se acercan.


VIII.
He de encontrar el canto tras el sonido hueco de las calles. He de buscarlo en el bosque todo, en el oleaje del tiempo enrarecido. Voz anterior al misterio de la pronunciación. He de esperar a que el ojo se abra al fuego. He de esperar el día en esta casa sin techo. Miro adentro de mi sombra. Siempre ella. La otra que de mí se apiada. -Esa mujer no tiene orilla. He de esperar a que el ojo envejezca. He de esperar el tiempo en que las raíces broten de la mirada clausurada. Cielo arriba, la espesura de un recuerdo estéril. Caes de mi lengua hacia el deseo. Tu nombre es voz que estalla entre los dientes. Se han perdido las palabras. Ella es la tormenta. Llanto que sala la tierra. Grito que anuncia el naufragio. Para encontrar el canto, ella te nombra en un poema. Lejos de la historia, un hombre y una mujer se reconocen. Con feroz precisión, sus manos conversan sobre la fatiga del viaje. Hay cierta ingenuidad en las caricias. Como si el primer sueño. Como si poder elegir fuera posible. He de encontrar el canto tras el sonido hueco de las calles. He de nombrarte: piedra, onda, pájaro, vuelo. Silencio anterior al silencio.

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