domingo, enero 02, 2005

Homeradas

Siempre he dicho que escribo para exorcizar mis demonios. Pero al exorcizarlos los conjuro y entonces de pronto el texto es la arena, el espacio de lucha. Unas batallas se libran, otras simplemente se pierden por default antes de escribir siquiera el primer verso. Algunas, las menos, esperan el momento justo: ahí están, escondidas debajo de la almohada.

¿Can you feel it?

En ese proceso de desalojo, de desposesión, la batalla es un pretexto para el homenaje a las pelis, las imágenes, a todos los poemas, las rolas que me conforman. A los momentos más intensos, los prístinos y reveladores, los que ennoblecen mi espíritu, la sustancia y estancia, lo díscolo y cuerdo. Variaciones sobre el mismo tema. Reinvenciones. Re/creaciones.

(Entonces, sólo entonces, viene la voz propia.)

El poema es una batalla interminable, como interminable mi obsesión por reescribir y corregir textos -o posts- hasta desfigurarlos (ea, que no soy nada original... nada menos hoy leí que un escritor cuyo nombre no recuerdo, después de quince años asumió y publicó un ejercicio de reinvención de sus textos).

También mi batalla con la literatura parece ser interminable. Con la escritura. O interminable el oficio de seguir y seguir escribiendo. De leer. De alejarme y acercarme. De cambiar y permanecer. De serenarme y acicalarme a ratos las heridas o violentarme y rascarme las costras, convulsionarme. Interminable. Contradictorio. Extenuante. Purificador. ABLUcinante.

Sigue mi voz cantando una y otra cosa, diciendo versos que conducen a uno y otro lado: el mismo, casi siempre; colgados de la posibilidad y el encuentro, en el diálogo interno y eterno. Eternamente musical. Engarzando finamente mi prosodia, mi forma de alargar las notas o recogerlas del estómago a la garganta. Sucias algunas, claras y traslúcidas las menos.

¿Qué sería del poema sin la música?

Exacto. Es la música de fondo la que es mía. La melancolía. La soledad. La muerte. El gozo y la pena de estar viva. De arriesgarse, librar obstáculos, darse en la madre. Fluir y deslizarse: vivir.

Es "La música de lo que pasa". Como dijera David Huerta en su poemario.

La idea es que en Canto a la deriva el periplo sea evidente. Ese, finalmente, es el propósito. Un viaje que termine en el punto de partida. Un homenaje al tigre, al alfil, a El poeta que es y ha sido. Un homenaje -homeradas más, homeradas menos-, a los personajes que me definen. El pretexto: la vida y sus tribulaciones.

Míos son sus versos.
Así que cúmplase la ley ahora: despoje la lectura apegos y autorías.


El viaje ha comenzado.

1 Comentarios:

Blogger edilberto aldan dijo...

...y uno agradece la invitación al viaje, las primeras imágenes que cruzan la ventanillo anuncian que lo mejor está por venir. Gracias.

Sin embargo (el pero de toda historia), de niño me acostumbré a buscar señales para el regreso, el número de señalizaciones con la flecha hacia la izquierda, el total de autos de un solo color, la cantidad exacta de animales que rumiaban al lado del camino... Todavía hoy, manejando por la carretera, descubro la extraña sensación que me brinda mirar constantemente por el espejo retrovisor.

¿Adiós a Driana Singalone?, voy a extrañar sus comentarios, en absoluto me quejo de lo que miro por las ventanillas, lo que anuncia el horizonte, sólo que ya tengo nostalgia por el retrovisor.

Pff.

11:08 a.m.  

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